Por Raquel Tomé
En Madrid al canto de los gorriones ya no le ahogaba el ruido del tráfico ensordecedor durante el estado de alarma. La ciudad se había trasformado en un escenario espectral, con calles desiertas donde antes bullía el alegre frenesí del ir y venir de la gente. Una calma tensa, rota por el sonido estridente de las ambulancias, las sirenas de la policía y los coches fúnebres que anunciaban el edificio al que había visitado la muerte.
Entretanto, un enjambre de personal especializado de intervención en emergencias como policía, guardia civil, bomberos y unidad militar de emergencias (UME) patrullaban las calles silenciosas y atendían situaciones críticas. Eran trabajadores en primera línea sometidos a excepcionales condiciones de estrés. Debían hacer frente a una enorme carga mental, física y emocional en un escenario pandémico de gran incertidumbre.
Aún perviven en mi retina las imágenes de gente embutida en sus “trajes espaciales” limpiando a conciencia las calles, desinfectando las residencias de nuestros mayores, acondicionando espacios y trasladando cuerpos para su delicado y respetuoso tratamiento, la llegada de los primeros rastreadores militares de virus, los diligentes equipos de vacunación, la compleja logística de los hospitales, etc.
Policías, bomberos, unidad militar de emergencias
Para conocer su situación de primera mano y los recursos que pusieron en marcha para mantenerse positivos frente a la adversidad que estalló en marzo de 2020, hablamos con dos policías que prefieren preservar su anonimato; con Juan Saldaña, jefe de la Sección de Personal de la UME de la base de Torrejón de Ardoz (Madrid), y con Ernolando Parra, bombero de la Comunidad de Madrid del Parque de Las Rozas.
¿Cómo bregaron con tantos desafíos sumidos en un panorama amenazante y sometidos al enorme desgaste de la situación?
Pensemos en los numerosos obstáculos que atravesaron. Inmersos en comienzos vacilantes de “ambigüedad de rol” y sumidos en el inicial desconcierto, carentes de protocolos bien definidos que les explicaran qué hacer y que debieron diseñar y perfilar mientras actuaban.
Soportaron la pesada sobrecarga de doblar turnos mientras muchos compañeros enfermaban, otros morían. El paisaje era devastador. Su autocuidado quedó comprometido al mismo tiempo que sufrían la tensión de organizar sus familias sin saber muchas veces muy bien donde dejar a los niños o cómo cuidar a sus ancianos.
Enfrentaron el miedo al contagio propio y de sus familias en una situación donde nadie sabía muy bien cómo actuaba el virus, trabajando en ambientes contaminados, depósitos de cadáveres o con personas infectadas.
A medida que los conocimientos aumentaban se reforzó su protección con trajes especiales que dificultaban su movilidad y su respiración durante extenuantes jornadas de trabajo físico.
Sostuvieron situaciones de elevada carga emocional pues se ocupaban de atender los incidentes críticos donde debían simultanear la gestión de sus propias emociones con identificarse fácilmente con las víctimas.
Ellos mismos atravesaban situaciones parecidas en sus familias, pero se esforzaban en sobreponerse y dar sostén y apoyo a los demás.
Asimismo, tuvieron que sortear la angustia moral y ética por no responder conforme al estándar de atención habitual bajo circunstancias normales.
De dos muertes diarias en domicilios, a 50
Así, uno de estos policías anónimos nos relataba la tensión que experimentó coordinando y recibiendo sin cesar llamadas telefónicas de personas que acababan de perder a un familiar en su domicilio o de ancianos que fallecían en las residencias.
En la ciudad de Madrid se pasó de gestionar dos muertes diarias en domicilio a 50 en los momentos críticos.
Nos contaba:
“No se podía seguir el protocolo habitual porque los muertos se acumulaban en las casas y en las residencias y no había suficientes policías que esperaran durante largas horas a que llegara el facultativo que certificara el fallecimiento; además, las funerarias estaban tan saturadas que tardaban días en ir a recoger a los muertos. Estas llamadas eran difíciles, plagadas de intensas y dolorosas emociones, acogiendo a familias angustiadas, atendiendo a personal de residencia confuso, desbordado o en pánico que habían perdido a sus abuelos y nadie acudía y otras muchas personas, ya en proceso de duelo, que llamaban angustiadas porque no sabían donde estaba el cadáver de su familiar.”
Nuestros policías hacían lo mejor de lo posible, este nos cuenta emocionado:
“Sentía impotencia y frustración por no poder dar más ayuda como en las circunstancias normales”.
Es fácil pensar, quizás porque nos resulta tranquilizador, que estas personas son invulnerables, ya que están muy entrenadas frente a circunstancias adversas y en poner en marcha los recursos psicológicos que les ayudan a sobrevivir, pero la realidad es que no son héroes y también han acusado el impacto emocional de estar sometidos a duras experiencias.
Y nuestra resiliencia, que es la capacidad que tenemos las personas de adaptarnos positivamente frente a circunstancias adversas y traumáticas plagadas de elementos estresantes, no implica que, como ellos, no experimentemos dificultades o angustia o que nos sintamos vulnerables porque, en esencia, lo somos, y eso es algo inherente a nuestra condición humana.
Tampoco se trata de una cuestión individual o de ciertos rasgos de personalidad que sólo unas cuantas personas poseen.
La fortaleza fluctúa
Nuestra fortaleza es fluctuante y es mucho más probable que se resienta si trabajamos en ciertos contextos.
Mantenerla fuerte depende de:
- La capacidad que tengamos individuos e instituciones para detectar cuando nuestra capacidad de afrontamiento está siendo superada.
- Contar con la posibilidad de acceder a los recursos y apoyos psicológicos adecuados para mantenernos fuertes, autónomos y funcionales.
Ernolando Parra, psicólogo y bombero del Parque de bomberos Las Rozas en Madrid, cuenta los elementos que le ayudaron a mantenerse positivo en este contexto amenazante y de gran incertidumbre:
“Me ayudó poner atención a la tarea. No es un momento de ir a las emociones, para eso está el después, cuando regresas al Parque y lo comentas con tus compañeros. Pero en el momento de la intervención hay que focalizar la atención plena en la tarea. Así era muy importante para mí la confianza en el entrenamiento físico, conocer bien todos los equipamientos y confiar en mis compañeros y en el jefe de la unidad que era uno más del equipo con un liderazgo flexible. A veces nos daba órdenes y otras trabajaba como el que más. Después, si alguien tenía que hablar, los compañeros siempre te escuchan desde la cercanía y comentamos entre nosotros abiertamente las actuaciones».
«También me sirvió mucho el reconocimiento de la gente, cuando salías a la calle y sabías que tu labor era importante y oías como aplaudían, a mí me llegaba su ánimo y energía”, añade.
Más apoyo psicológico
No cuentan con apoyo psicológico directo, pero reconoce que sería bueno tener esa posibilidad.
La realidad es que sus actuaciones, como Ernolando Parra o Juan Saldaña, jefe del área de personal de la UME, nos explican, se sustentan en valores como:
- Solidaridad
- Protección
- Ayuda
- Esfuerzo
- Humildad
Porque su misión no podría realizarse sin ellos.
Valoran y reconocen que toda resiliencia individual se halla en interdependencia con pertenecer a instituciones saludables y resilientes.
Así, Juan Saldaña señala que la UME ha incorporado a su modelo de gestión conceptos que se ajustan al modelo de organización saludable. Buscan cuidar el bienestar de sus integrantes porque saben que repercute en la calidad del servicio que prestan a la sociedad.
Para ellos la atención y el asesoramiento psicológico ocupa un lugar central y se incorporan al diseño de las operaciones con psicólogos/as militares.
Su filosofía se sustenta en dotar al personal expuesto «“de fuentes de apoyo tanto informales como formales con personal especializado que se integra en sus protocolos de actuación previo y posterior a cualquier intervención”.
Sería razonable pensar que, por el tipo de trabajo dentro de estas organizaciones, algunas militares, cuenten con recursos eficaces de ayuda psicológica.
La realidad es que no todas reflejan esta filosofía y hacerlo tímidamente repercute en la salud mental de las personas que lo componen.
Se conjugan dos obstáculos para acudir a una psicóloga/o: que las personas sienten vergüenza, culpa o que lo viven como que “están fallando” por su identificación con el “rol de salvador”; y otra desde dentro de la propia organización por hallarse estigmatizada.
Tienen miedo a ser “señalados” como psicológicamente débiles y vulnerables con el riesgo de que pueda llegar a comprometer su promoción profesional.
Algunos denuncian la dolorosa realidad de la desatención a las necesidades psicológicas o emocionales.
Así, un facultativo médico del Cuerpo Nacional de la Policía que trabaja en el área de riesgos psicosociales nos confesaba también desde el anonimato:
“Durante la pandemia no se hizo nada. Incluso muchas veces hay necesidades más básicas que cuesta que se tengan en cuenta a la hora de planificar los operativos. No siempre se prevén tiempos de descanso y relevo, horarios de comida o simplemente acondicionar espacios adecuados para ir al baño, desgraciadamente hay muchos Piolines”.
Resiliencia e instituciones
Debemos entender la interdependencia mutua. Las instituciones son un reflejo de nuestra resiliencia como individuos y como sociedad. Nos ponen crudamente frente al espejo.
Necesitamos comprender mejor por qué las personas sufrimos crisis emocionales o por qué enfermamos psicológicamente.
Y que, ante las dificultades, lo que nos vulnerabiliza en serio es que las personas no accedamos a las ayudas adecuadas cuando las necesitamos, y las organizaciones tienen su parte de responsabilidad en ello. Ésta es la base de toda resiliencia.
Si queremos como sociedad, como comunidad, ser bien atendidos por nuestros servicios de emergencias, también tenemos el deber de apoyarles y ofrecerles respuestas eficaces a sus necesidades reales.
Su resiliencia es la nuestra, la de todos. Cuidándoles nos cuidamos. Se lo debemos.